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miércoles, 20 de diciembre de 2017

El vagón encendido

Sucedió anoche, en el último vagón de metro de la línea roja, dirección Cuatro Caminos. Yo venía cansado después haber discutido con mi madre por un asunto que no viene a cuento mencionar. Llevaba los auriculares puestos, pero sin música ni sonido alguno, simplemente para evitar ser molestado. Es por eso que pude contemplar la escena con total tranquilidad.

Una chica delgada, con el pelo muy corto y negro, salvo por una fina trenza que le bailaba a la espalda, entró ágilmente justo antes de cerrarse las puertas en la parada de Sol. Seleccionó con la mirada a su víctima, un chaval joven con cara de aburrido y sandalias marrones, interpelándole directamente.

—¿Qué opina usted de la monogamia en nuestra sociedad? —le dijo sin más presentaciones.

Yo pensaba que el chico iba a tildarla de loca o sencillamente ignorarla.

—Pues que depende mucho del acuerdo previo entre los miembros de cada relación—dijo en su lugar.

Me pareció una respuesta bastante forzada, casi preparada. Pero todo sucedió muy rápido, y en seguida me olvidé de este aspecto que más tarde se revelaría crucial.

—¿Y usted? —dijo la chica mirando a una señora—, ¿está de acuerdo con esa afirmación?

—Déjeme en paz —dijo esta con mal tono.

—¡Dos de cada tres personas son infieles en sus relaciones! —añadió un muchacho en la otra punta del vagón, casi a voces.

La señora contestó a éste último defendiendo su honor y su integridad matrimonial y ahí fue cuando todo se fue al traste. Otro señor alzó la voz y otra chica después, sin que estuvieran claros sus argumentos. Cuando todo estaba perdido y nadie se escuchaba, un tipo argentino se ofreció a hacer de moderador, y a todo el mundo le pareció una buena idea. El debate estaba servido.

Nadie, salvo yo, se dio cuenta de que la chica de la trenza, el primer interpelado de sandalias marrones y el muchacho que dio el dato a voces desde la otra punta del vagón salían de éste en la parada de Quevedo. Se abrazaban en el andén, en actitud inequívoca de celebración.

Miguel Blanco
Madrid, noviembre de 2017

viernes, 24 de noviembre de 2017

En la azotea

Cuando parecía que estaba muerta, la aguja por fin se coloca en su sitio. Atravieso sigiloso el pasillo. Cruzo la puerta de la calle. Encajo la llave y giro suavemente para evitar cualquier ruido. El ascensor llega puntual, como cada noche. Se abre y allí está ella. Le sonrío y me tiende la mano. El corazón se me dispara. Afuera los vecinos bajan las persianas. Bajan el volumen de la tele. Bajan la basura. Adentro nosotros elevamos sueños. Pulso el botón del último piso. Apenas se cierra la puerta, el mundo exterior se derrumba.

Miguel Blanco
Madrid, marzo de 2015

Orden del día

—Bueno, siguiente punto del orden del día. ¿Evaristo?
—«Nuevas categorías» —leyó obediente Evaristo.
—Se comentó en la pasada reunión que la gente empieza a considerar los sueños como posibles. Esto sería intolerable para nuestra empresa. Ahora está en la misma categoría que metas y deseos: en la categoría de «utopicus». Se ha propuesto cambiar el status de sueños. Pasaría a «prohibitus».
—Sí, sí, ¡buena idea! —contestaron todos los señores con corbata.
—Entonces. Elevamos sueños a la categoría de "prohibitus". ¿Votos en contra? —silencio—. ¿Abstenciones? —más silencio.

Miguel Blanco
Madrid, marzo de 2015

domingo, 5 de marzo de 2017

El partido del siglo

El césped está ligeramente mojado. La lluvia de por la mañana favorece con claridad al equipo local, que se posiciona como favorito en todas las apuestas, en contra de la opinión de no pocos expertos. Los telediarios nacionales llevan toda la semana hablando de lo mismo. La estrella del equipo local, el delantero brasileño Rui Bento, acaba de sufrir una dura entrada por parte de un defensa del equipo rival. ¿Será el día para Luis Matejón? El joven delantero lleva meses esperando su oportunidad de formar pareja de ataque con Ramón Sanlúcar, con quien tan buen resultado obtuviera en la temporada pasada, cuando el equipo logró conquistar la Copa del Rey. Entre ambos lograron sumar más de 50 goles, y la conexión entre ellos fue portada en diversos medios deportivos.

En efecto, Luis Matejón recibe instrucción de calentar y salta a la banda como un rayo. La grada, que se había quedado muda tras la dura entrada, enloquece al ver que el posible remplazo pueda ser el canterano Matejón. Este realiza energéticas carreras en la banda sin quitar ojo del fisioterapeuta que atiende a su compañero Rui Bento. Los presagios no son positivos. Recibe la orden de despojarse del chándal y en pocos segundos está dando saltos junto al entrenador, atento a las instrucciones de este.

—Mucha presión arriba, chaval —le dice tampándose la boca con la mano—. Están nerviosos y hay que aprovecharlo. Bajas un poco a recibir bola, abres a banda y rápido a colocarte en posición de remate. Un ojo a Ramón y vamos, joder, a por todas.

Luis Matejón recibe una fuerte palmada en la espalda que le hace salir al campo a trompicones. Apenas puede mirar a su compañero Rui para que, aunque sea visualmente, le ofrezca el relevo.

Los primeros minutos se muestra nervioso. Sabe que hoy es un día muy especial. Una mirada cómplice de su compañero y amigo Ramón Sanlúcar le tranquiliza. Se para unos instantes mientras el balón sale por banda. Mira a la grada y respira. Es su momento. Da unos saltos y decide centrarse en hacer lo que mejor sabe: jugar al fútbol. Justo cuando su cabeza vuelve al campo, está recibiendo un balón en corto, recién recuperado por Ramón. Luis, con calma, lo para, mira hacia un lado sin intención de ir hacia allá, sólo dando tiempo a que Ramón inicie carrera en banda. Se la ofrece en profundidad y este llega a la bola con la suficiencia de su larga zancada. Recorta y devuelve a Luis en posición ya de ataque. Aún así dos contrincantes se le echan encima. Aprovechando la velocidad de estos hacia él, les pica la pelota ligeramente en dirección contraria y se planta en la esquina del área grande. Realiza un recorte más y está a punto de alcanzar la línea de fondo. Luis tiene dos opciones: fuerte y raso al primer palo o picarla por encima del portero que sale hacia él como un perro rabioso. Mientras está decidiendo observa como Ramón se posiciona sólo en el punto de penalti. Se la da con el exterior de la bota sin quitar el ojo del portero. Ramón, con toda la paciencia y calma del mundo, manda el esférico al fondo de la red.

El público enloquece. Tanto Luis como Ramón saben que ha sido gracias a una gran jugada del primero, y por eso este último le persigue hacia el córner, donde intenta, sin éxito, tirarlo al suelo para celebrar el golazo. Luis se zafa y corre hacia la grada, donde alguien le ofrece una pequeña caja. Ante la mirada atónita de Ramón, Luis se arrodilla en el suelo delante de él y, abriendo la cajita, le dice:

—¿Quieres casarte conmigo?

Los rumores de su relación habían salido a la luz el pasado verano, cuando fueron descubiertos de vacaciones juntos en un velero en el Mar Egeo. Tras unas primeras semanas de hostigamiento y preguntas constantes de la prensa de todos los colores, la cuestión se había calmado tras el fichaje del brasileño Rui Bento, y la consecuente relegación al banquillo de Luis Matejón.

Ramón, con la cara desencajada, a mitad de camino entre el esfuerzo y la sorpresa, mira a la grada, realmente asustado. El silencio es máximo. El público ha entendido el gesto con claridad. Ramón está a punto de obligar a su amigo a ponerse de pie, temeroso de que se confirme un escándalo internacional que acabe con su prometedoras carreras deportivas. El silencio se interrumpe de pronto con un ruido ensordecedor.

—¡Sí, Ramón! —grita la grada al unísono—. ¡Dile que sí!

Miguel Blanco
Burdeos, febrero de 2017

domingo, 15 de mayo de 2016

Capítulo 2.9

Tras varias negativas, Isidro se había dejado convencer por su padre para celebrar con él el día de su santo. De pequeño solían ir a la pradera de San Isidro y, aunque ni a él ni a su padre les gustaran demasiado, comían entresijos y gallinejas hasta hartarse. Durante años, Isidro estuvo negándose, pero cuando adquirió cierta conciencia entendió que era una cuestión de mantener la unidad familiar y la tradición, más que saciar el hambre o degustar un majar. La única realmente aficionada a esa tradición culinaria era su madre, pero rara vez probaba más que un pequeño bocado. La costumbre familiar comenzaba con un café con porras para su padre, un café con churros para su madre y un chocolate con porras para él, mientras su padre relataba por enésima vez las venturas y desventuras de cuando celebraba San Isidro labrador con sus cuatro hermanos y el abuelo Francisco, labrador toda su vida, en una pradera todavía más grande que la del distrito de Carabanchel. Su madre y él conocían de sobra todos los pormenores de las correrías de aquellos cinco pequeños granujas, y jugaban a terminar las frases de semejantes andanzas. Su padre entraba al trapo e inventaba finales alternativos a sus historias, de forma que ya no era posible saber cuál de las múltiples versiones era la real, si es que alguna lo era.

Hacía ya muchos años que no iban a la pradera a comer gallinejas y entresijos, y esa tradición había sido sustituida por una comida familiar, como la de un domingo cualquiera. Ni los churros, ni el chocolate, ni las historias del padre de familia habían sobrevivido al paso del tiempo. Lo más que llegaban a comentar de aquellos años era la vez en que Isidro se empeñó en pescar uno de esos patos de plástico de colorines que flotaban en una bañera. Cuando por fin lo consiguió, se agarró un berrinche tremendo porque la señora del puesto le quitó el pato y se lo cambió por un peluche. Hasta que no le devolvió el pato de plástico amarillo y se lo pudo llevar a casa, Isidro no se quedó tranquilo.

[...]

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El bote rojo

Salía de casa como cada mañana: de un salto con los pies juntos, directos a la baldosa dibujada en tiza sobre el asfalto gris. Era su manera de asegurarse que sus zapatos de cuero marrón la llevaran, un día más, por el camino de la alegría y la sonrisa. No paró como de costumbre a tomar su desayuno en la pastelería-cafetería de siempre, ya que esa mañana la tarea era urgente. Aun así, la urgencia de su misión no le impidió pasar bien cerca de las flores de azahar que sobresalían por encima del muro de la escuela. "No sé si protegen a los niños de la calle o a la calle de los niños" era un pensamiento que siempre le venía a la mente cuando pasaba por esa acera, y desde hacía semanas cada vez que olía el azahar, fuera donde fuera.

El primer paso de su plan era parar en la tienda el mago Alibú, que tenía toda clase de herramientas, aparejos, polvos, líquidos y ungüentos mágicos que podían solucionar cualquier problema. Al entrar, como siempre, asomando poco a poco la nariz, luego los ojos y finalmente la cabeza entera, el mago Alibú supo instantáneamente que era la pequeña María. Se conocían de sobra. En las tardes muertas de invierno, ella iba allí a descubrir nuevos inventos del ingenio llegados del más allá o del más acá para resolver todo tipo de problemas de la manera más sencilla. Y ella alucinaba con cada nuevo aparato. Pero la mañana de hoy no la pasaría averiguando sobre nuevos ingenios: había venido a buscar un bote de polvos mágicos reparador de estupideces. A ser posible de color rojo.

El mago Alibú entró a esos pasillos estrechos donde guardaba los objetos más extraños, y tras algunas voces ininteligibles desde detrás de las paredes, volvió con el bote de polvos mágicos reparador de estupideces, de color rojo. Él se lo mostró, pero cuando la pequeña María estiró la mano para agarrarlo, el mago lo retiro de su alcance: "sabes que este bote es muy peligroso, y que su uso irresponsable está castigado por las autoridades de la ciudad, ¿verdad?".

¡Ay! la ciudad. Ellos la llamaban ciudad pero ella sabía que no era más que un amasijo de casas y calles tiradas al azar. Ella había conocido ciudades hermosas, llenas de viento y de gente que sabe volar por sus calles y soñar en sus parques y con bibliotecas y mercados mágicos. Ella había conocido incluso algunas ciudades que crecen y viven en la orilla del mar. Ciudades con tanta vida que en las tardes y noches de otoño se meten en el mar haciendo que la lluvia inunde sus calles y limpie las casas y los tejados y los parques de estupideces como la que ella tenía que reparar esta mañana.

Ya se había vuelto a perder en su memoria, en su imaginación. Cuando volvió al mundo real, se encontró mirando por la ventana y el mago Alibú atendiendo a un cliente que había entrado hacía no sabía cuánto. Le pasaba a menudo, cuando la imaginación se adueñaba de ella se quedaba absorta en sus fantásticos recuerdos. Tan pronto como el cliente se hubo marchado con su magnífico y nuevo aplastador de rompejerseys de punto metálico, la pequeña María trató de tranquilizar al preocupado mago con una dulce sonrisa, pero no funcionó. En cualquier caso, no pudo hacer menos que relanzar la advertencia al tiempo que le alcanzaba el bote de polvos mágicos reparador de estupideces color rojo. Él no se mostró tampoco demasiado preocupado, si bien sabía que no podía pasar nada bueno, también confiaba en que nada malo tampoco podía pasar. Era obvio que en algo se equivocaba.

Salió de la tienda del mago con otro saltito de pies juntos, como solía hacer, no sólo cada mañana, sino también cuando la motivación y las ganas de hacer alguna cosa concreta se adueñaban de ella. Aterrizó de su pequeño salto en la acera de asfalto gris, la comparó con el fogoso rojo de su nuevo artilugio, y sonrió tan ampliamente que una señora que paseaba a su perro no pudo menos que extrañarse y, escandalizada por tremenda exhibición de felicidad injustificada azuzó a su perro para salir de la situación lo antes posible. Y sin más pérdida de tiempo se dirigió bote en mano a la plaza donde la tremenda estupidez había tenido lugar.

La plaza estaba llena de niños sentados en los bancos aburridos, con las pelotas debajo del brazo, los bolsillos llenos de canicas y las muñecas todas cubiertas de gomas enrrolladas. Las tizas que normalmente pintarían el suelo de rayuelas estaban intactas en los bolsillos de las camisas. Los zapatos que a estas alturas estarían llenos de arena y polvo seguían relucientes tal y como habían salido de casa. Un silencio atronador reinaba en la plaza.

Ese sábado no era un sábado normal. No se oía nada. Los niños miraban al infinito desconsolados, tratando de resolver si arriesgarse a hacer algo que no debían o no podían hacer. Todos sin excepción mirando fijamente al infinito situado justo detrás de la estupidez que ese sábado por la mañana truncaba los propósitos de tantos muchachos.

La pequeña María sabía que tenía que ser paciente y esperar su momento, así que se sentó en un banco, y se puso a mirar fijamente el infinito, como todos los otros muchachos. Tras unos minutos, que nunca sabrá si fueron minutos o horas porque de nuevo la imaginación se había adueñado de ella llevándola bien lejos, llegó el momento que había estado esperando: el carrito de los helados del señor Martín.

"¡Fresachocolatelimónyogurycarameeeeeeeelo!" "¡Connatasinnataconsiropesinsiropeperotodosbienrriiiiiiicos!" Gritaba Martín, el vendedor de helados. La mañana estaba calurosa y todos los niños sin excepción salieron corriendo a rodear el carrito de los helados del señor Martín. "¡De chocolate con dos bolas!" "¡Una de yogurt y otra de limón y le pones bien de nata por encima!" Y entre toda la confusión, la pequeña María se deslizó por la plaza directa a reparar la tremenda estupidez que esa mañana había cambiado el panorama de la ciudad. Le bastaron unos leves movimientos de muñeca y rociar con su bote de polvos mágicos reparador de estupideces todo el contenido rojo sobre la palabra "Prohibido..." para a continuación escribir, sobre ella, un hermoso: "Por favor, niños, se ruega…"

Miguel Blanco Otano
Malargüe, 19 de febrero de 2013

martes, 23 de abril de 2013

La Biblioteca Mágica de Compostela

Únicamente un suave aleteo de hojas viejas perturba el secular silencio que la biblioteca alberga en todo su espacio. Un olor viejo a cuero y madera llena el aire por el que los libros se mueven despacio, en un cuidadoso y respetuoso sigilo. Las sillas ocupadas por almas sedientas, esperando leer alguna historia que les transporte a un lugar lejano, que les conmueva o les entretenga. Esperan, muchas están ya inmersas en las páginas del libro que ha ido a caer a sus manos, pero algunas aun aguardan un libro que se pose frente a ellos.

En la galería de la segunda planta se ven desde abajo los libros más viejos, los más importantes, los que mandan, los que durante siglos han vigilado el bienestar de la sala, cuidando que todos aquellos nuevos libros supieran cómo comportarse, cómo ser leídos, cómo abrirse, cómo entregarse a un nuevo lector, cómo colocarse, dónde. Durante siglos han mantenido firme la esperanza de que esta biblioteca es de los libros, y no de las personas. Ellos han sido los protagonistas. Las estanterías de madera de roble viejo, aguardan sabiendo que tienen mucho que hacer y que decir, saben cómo funciona todo, nadie mete las manos en ellas, donde los libros tienen toda la libertad para entrar y salir, para estar o no estar, pero siempre en su sitio.

La pequeña María acababa de entrar por la puerta por primera vez y asombrada aun no era capaz de recuperar el aliento cuando un remolino de libros se agolpaba frente a ella. Cuentos de Michael Ende, libros de princesas, Caperucita roja y otros cuentos y demás libros que intentaban mostrar a la pequeña su colorido o su belleza, intentando impresionar a la pequeña lectora pasando sus páginas por el aire. Siempre es una buena noticia que un lector nuevo aparezca en la sala, pero es excelente cuando se trata de alguien tan joven.

La pequeña María había salido de casa sola para comprar unos tomates para su abuela cuando se despistó, salió de la plaza del mercado y entró en un edificio antiguo, pero nuevo para ella. La curiosidad siempre fue su punto débil, o fuerte, no sé bien. Fue dejándose llevar de un sitio a otro asombrada por las grandes paredes y columnas, por los suelos de piedra y de madera y guiada siempre por ese olor a sabiduría que impregnaba el edificio.

El remolino sólo cesó cuando un gran libro, viejo, de cuero y bastante ajado por los años apareció detrás de todos los demás. Parecía un atlas, a juzgar por el tamaño de sus páginas. No se oyó nada, pero parecía que los libros hablaban entre ellos. María vio como los libros que se arremolinaban a su alrededor volvieron a las estanterías, pero no estaban en reposo, sino que aguardaban una especie de pistoletazo de salida. Ella continuó hacia adentro y se sentó en una silla, como había leído en el cartel que debía hacer. Esperó. Y al cabo de unos segundos un libro voló como un rayo hasta la mesa que había frente a ella. Él había sido el elegido por los sabios para que la nueva lectora conociera el maravilloso mundo de las bibliotecas mágicas. Se abrió. En la primera página ponía: “Aventuras y desventuras de la pequeña María en un mundo gigante”. Y fue la primera vez que la pequeña María se sentó en la Biblioteca Mágica de Compostela.

Miguel Blanco Otano
Santiago de Compostela, marzo de 2007

lunes, 11 de junio de 2012

De brazos abiertos

"Cariño, te espero en casa con los brazos abiertos." Fue al volver y encontrarla en la bañera llena de sangre cuando, por fin, comprendió.

Miguel Blanco Otano
París, mayo de 2012

martes, 24 de abril de 2012

El reencuentro

Versión larga del relato enviado al "VI CERTAMEN DE RELATOS BREVES de RENFE Cercanías".

Habían pasado ya 5 meses desde la primera y la única vez que la vio. Ella iba radiante, con el pelo suelto alborotado por el viento del otoño. Se había quedado tremendamente enamorado y embobado. Él no había sido capaz de articular más allá de una sonrisa tonta al sentarse en el asiento de enfrente. Y ella lo había noqueado con una tímida y coqueta sonrisa al salir del vagón una parada antes que él. Llevaba 5 meses lamentándose no haberse bajado con ella aquella vez. Se había subido de nuevo todos los días con la esperanza de volver a verla.

Ella había pasado los últimos 5 meses en el extranjero, viajando, y aunque pareciera una tontería, recordaba aquel muchacho con cara afable que le había dedicado una sonrisa. Llevaba todos estos meses con la absurda esperanza de que al subirse otra vez al tren encontrara de nuevo aquella cara feliz y afable sonriéndole y, desde luego, no iba a dejar la ocasión de devolvérsela.

Ella se había subido al tren a la misma hora a la que él lo había hecho todos los días en los últimos 3 años. Todos los días hasta hoy, en que había decidido que ir en coche a trabajar le salía más barato que ir en el tren de cercanías con las nuevas tarifas impuestas con la excusa de la crisis.

Miguel Blanco Otano.
París, abril de 2012.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Una mano temblorosa

[Cuento hecho ad hoc para el concurso del Museo Romanticismo 2011]

Fue una mano temblorosa la que le tocó el pelo húmedo y rizado la que hizo que despertara. No había ninguna luz, aunque ella no lo sabía a ciencia cierta, ya que no notaba los ojos. Se tocaba, se palpaba la cara, pero no notaba nada, ni siquiera encontraba esa mano que la había sacado del sueño. Esto también podría ser un sueño, pero las sensaciones eran demasiado reales. Demasiado reales, y demasiado ausentes. Eso era lo que más le preocupaba. No veía nada, no olía nada, no escuchaba. Lo único que le mantenía atada a la realidad era poder palparse la cara y el cuerpo, y ese regusto a su propia sangre de una herida en el labio inferior. Llevaba un rato intentando levantarse, pero las piernas no le respondían. Por fin decidió arrastrarse por ese suelo áspero, arenoso, en el que se encontraba tumbada boca abajo. La humedad de la tierra era evidente, pero ningún olor le venía. Se arrastró cuanto pudo tirando de sus piernas inertes, intentando afanarse a una esperanza de encontrar algo, una luz, una puerta, una ventana. Extendió su mano temblorosa y alcanzó a tocar un mata de pelo húmedo y rizado.


Miguel Blanco Otano.
Madrid, noviembre de 2011.

martes, 27 de julio de 2010

Aliento de vida

Él se despertó un día por la mañana y no estaba. Buscó por entre las sábanas pero no había nadie en su cama. Miró debajo del somier, dentro del armario, incluso en los cajones, pero nada encontró. Decidió palparse y descubrió que se había convertido en aire, se había convertido en Aliento de vida. 

Era muy extraño. Hacía tiempo que nadie se convertía en Aliento de vida y por supuesto él no había oído hablar nunca de ese fenómeno, simplemente le había tocado hoy y no le quedaba otro remedio que asumirlo cuanto antes. No abrió la puerta de su habitación por miedo a que sus padres se asustaran, por lo que decidió salir por la ventana, la cual solía dejar ligeramente abierta para que corriera un poco de aire fresco. Salió a la calle. 

Poco a poco fue descubriendo su nueva situación y asumiendo que ya nada sería como antes. Estuvo todo el día volando de un lado para otro sin saber que hacer, rápidamente descubrió que era divertido meterse en corrientes de aire y dejarse llevar por entre las calles estrechas, incluso se pasó horas recorriendo de arriba abajo la calle del viento, le fascinaba mezclarse con esos aromas a sal que venían del mar. 

De repente, se sintió cansado, se sintió hambriento y sediento a la vez. Era una necesidad de alimento. No sabía qué hacer, nunca nadie le había explicado de qué se alimentaban los Alientos de vida, en realidad nunca nadie le había hablado de los Alientos de vida. Buscó. 

Decidió colarse en la biblioteca de la ciudad, donde quizás encontrara algo sobre este fascinante y novedoso tema para él, pero rápidamente descubrió que no podía leer nada porque era puro aire. Y allí se quedó, deambulando de un lado para otro como llevaba haciendo toda la mañana hasta que, por ese instinto que nos dan al nacer para agarrar a nuestra madre, se coló por la nariz de una niña que andaba leyendo “La isla del tesoro”. Salió como nuevo. Parecía que había saciado su sed. Pensó haber descubierto el secreto y corrió a colarse en toda la gente que alcanzó pero no fue lo mismo, no valía cualquier respiración. 

Salió a la calle y por puro chismorreo se coló en mitad de un beso en una pareja que se había parado en mitad de un semáforo en rojo. De la respiración de ambos salió extasiado, pletórico, lleno de fuerzas. Descubrió el secreto. Él no era simple respiración, era aliento de vida, era ese aire que necesitas en un momento dado para que te llene los pulmones y compruebes que realmente estás vivo, ese aire que necesito al besarte, ese aire que se cuela por mi nariz cuando despierto y al estirar la mano te toco y te siento y la cama no es tan ancha como solía ser. Ese es el aire, ese es el Aliento de vida. 

Y ahí lo tenéis al chaval de un lado para otro buscando jóvenes y no tan jóvenes besándose, lo cual siempre le daba buen resultado. Buscaba niños jugando a lo que fuera. A veces le bastaba alguien sentado en un parque leyendo o se iba a los tablones de notas de la universidad. Le fue pillando el truco hasta que comenzó a estar cansado y descubrió que quería volver a su estado natural, que quizás le estuvieran echando de menos en casa. 

Descansó bien largo y tendido y cuando hubo reunido fuerzas se fue para la cama de la joven que cada mañana se colaba en sus sueños y se metió en su pecho y volvió a salir y ella respiró de él y de la cabeza a los pies sintió escalofríos y la besó en la boca y ya no era Aliento sino era él de nuevo, descubriendo su propio Aliento de vida en aquellos labios con sabor a cereza. 


FIN 

Miguel Blanco Otano 
Badajoz, 22 y 23 agosto de 2006