Largo pelo rizado como catarata de oro por la espalda, ahora recogido en un cofre atado a la goma en su cuello blanco celestial. La mirada perdida en el horizonte, yendo del infinito al sueño que encierran sus párpados de largas pestañas.
Se quita la ropa como atosigada por el calor del vagón, pero lo hace con la dulzura de quien recibe en su lecho al amor de su vida. El gesto del brazo apoyado en la ventana, sobre el que intenta dormir, delata una delicadeza propia de hadas y princesas de cuentos olvidados.
Una cara redonda sitúa una nariz perfecta sobre una medio sonrisa, con la que deja ver al mundo su paz y su tranquilidad. Es alta y una cadena dorada le cuelga del néctar de su cuello dibujando en su recorrido el contorno de unos pechos redondos, bien formados, detrás de una camiseta gris que apenas tapa los hombros, y que deja ver sus largos y delicados brazos, con los que sujeta sus libros, cuadernos y ropa.
De vez en cuando sale de su sueño y otea el tren, y al loco del cuaderno del asiento de enfrente, que da gracias al azar que este amasijo de belleza, paz y tranquilidad se haya sentado enfrente para despojar esta libreta del polvo de la apatía y la esterilidad.