Salía de casa como cada mañana: de un salto con los pies juntos, directos a la baldosa dibujada en tiza sobre el asfalto gris. Era su manera de asegurarse que sus zapatos de cuero marrón la llevaran, un día más, por el camino de la alegría y la sonrisa. No paró como de costumbre a tomar su desayuno en la pastelería-cafetería de siempre, ya que esa mañana la tarea era urgente. Aun así, la urgencia de su misión no le impidió pasar bien cerca de las flores de azahar que sobresalían por encima del muro de la escuela. "No sé si protegen a los niños de la calle o a la calle de los niños" era un pensamiento que siempre le venía a la mente cuando pasaba por esa acera, y desde hacía semanas cada vez que olía el azahar, fuera donde fuera.
El primer paso de su plan era parar en la tienda el mago Alibú, que tenía toda clase de herramientas, aparejos, polvos, líquidos y ungüentos mágicos que podían solucionar cualquier problema. Al entrar, como siempre, asomando poco a poco la nariz, luego los ojos y finalmente la cabeza entera, el mago Alibú supo instantáneamente que era la pequeña María. Se conocían de sobra. En las tardes muertas de invierno, ella iba allí a descubrir nuevos inventos del ingenio llegados del más allá o del más acá para resolver todo tipo de problemas de la manera más sencilla. Y ella alucinaba con cada nuevo aparato. Pero la mañana de hoy no la pasaría averiguando sobre nuevos ingenios: había venido a buscar un bote de polvos mágicos reparador de estupideces. A ser posible de color rojo.
El mago Alibú entró a esos pasillos estrechos donde guardaba los objetos más extraños, y tras algunas voces ininteligibles desde detrás de las paredes, volvió con el bote de polvos mágicos reparador de estupideces, de color rojo. Él se lo mostró, pero cuando la pequeña María estiró la mano para agarrarlo, el mago lo retiro de su alcance: "sabes que este bote es muy peligroso, y que su uso irresponsable está castigado por las autoridades de la ciudad, ¿verdad?".
¡Ay! la ciudad. Ellos la llamaban ciudad pero ella sabía que no era más que un amasijo de casas y calles tiradas al azar. Ella había conocido ciudades hermosas, llenas de viento y de gente que sabe volar por sus calles y soñar en sus parques y con bibliotecas y mercados mágicos. Ella había conocido incluso algunas ciudades que crecen y viven en la orilla del mar. Ciudades con tanta vida que en las tardes y noches de otoño se meten en el mar haciendo que la lluvia inunde sus calles y limpie las casas y los tejados y los parques de estupideces como la que ella tenía que reparar esta mañana.
Ya se había vuelto a perder en su memoria, en su imaginación. Cuando volvió al mundo real, se encontró mirando por la ventana y el mago Alibú atendiendo a un cliente que había entrado hacía no sabía cuánto. Le pasaba a menudo, cuando la imaginación se adueñaba de ella se quedaba absorta en sus fantásticos recuerdos. Tan pronto como el cliente se hubo marchado con su magnífico y nuevo aplastador de rompejerseys de punto metálico, la pequeña María trató de tranquilizar al preocupado mago con una dulce sonrisa, pero no funcionó. En cualquier caso, no pudo hacer menos que relanzar la advertencia al tiempo que le alcanzaba el bote de polvos mágicos reparador de estupideces color rojo. Él no se mostró tampoco demasiado preocupado, si bien sabía que no podía pasar nada bueno, también confiaba en que nada malo tampoco podía pasar. Era obvio que en algo se equivocaba.
Salió de la tienda del mago con otro saltito de pies juntos, como solía hacer, no sólo cada mañana, sino también cuando la motivación y las ganas de hacer alguna cosa concreta se adueñaban de ella. Aterrizó de su pequeño salto en la acera de asfalto gris, la comparó con el fogoso rojo de su nuevo artilugio, y sonrió tan ampliamente que una señora que paseaba a su perro no pudo menos que extrañarse y, escandalizada por tremenda exhibición de felicidad injustificada azuzó a su perro para salir de la situación lo antes posible. Y sin más pérdida de tiempo se dirigió bote en mano a la plaza donde la tremenda estupidez había tenido lugar.
La plaza estaba llena de niños sentados en los bancos aburridos, con las pelotas debajo del brazo, los bolsillos llenos de canicas y las muñecas todas cubiertas de gomas enrrolladas. Las tizas que normalmente pintarían el suelo de rayuelas estaban intactas en los bolsillos de las camisas. Los zapatos que a estas alturas estarían llenos de arena y polvo seguían relucientes tal y como habían salido de casa. Un silencio atronador reinaba en la plaza.
Ese sábado no era un sábado normal. No se oía nada. Los niños miraban al infinito desconsolados, tratando de resolver si arriesgarse a hacer algo que no debían o no podían hacer. Todos sin excepción mirando fijamente al infinito situado justo detrás de la estupidez que ese sábado por la mañana truncaba los propósitos de tantos muchachos.
La pequeña María sabía que tenía que ser paciente y esperar su momento, así que se sentó en un banco, y se puso a mirar fijamente el infinito, como todos los otros muchachos. Tras unos minutos, que nunca sabrá si fueron minutos o horas porque de nuevo la imaginación se había adueñado de ella llevándola bien lejos, llegó el momento que había estado esperando: el carrito de los helados del señor Martín.
"¡Fresachocolatelimónyogurycarameeeeeeeelo!" "¡Connatasinnataconsiropesinsiropeperotodosbienrriiiiiiicos!" Gritaba Martín, el vendedor de helados. La mañana estaba calurosa y todos los niños sin excepción salieron corriendo a rodear el carrito de los helados del señor Martín. "¡De chocolate con dos bolas!" "¡Una de yogurt y otra de limón y le pones bien de nata por encima!" Y entre toda la confusión, la pequeña María se deslizó por la plaza directa a reparar la tremenda estupidez que esa mañana había cambiado el panorama de la ciudad. Le bastaron unos leves movimientos de muñeca y rociar con su bote de polvos mágicos reparador de estupideces todo el contenido rojo sobre la palabra "Prohibido..." para a continuación escribir, sobre ella, un hermoso: "Por favor, niños, se ruega…"
Miguel Blanco Otano
Malargüe, 19 de febrero de 2013