La visita a la catedral de Badajoz que realizamos hace unos días parece haber sido diseñada con esa máxima narrativa como elemento principal. No es una visita al uso puesto que desde el principio se ofrece al visitante, a través del recién reestrenado museo catedralicio, el maravilloso claustro, las bonitas capillas y las enigmáticas criptas, una suerte de retablos escondidos, apariciones de cuadros detrás de muros, aljibes secretos por conocer, criptas tapadas por descubrir. Yo, en mi imaginación, comencé desde el primer momento a recrear en mi cabeza escenas propias de Indiana Jones entrando en la cripta desconocida, encontrando tesoros únicos y pasadizos secretos que conectaran el aljibe inexplorado con otros monumentos y lugares emblemáticos de la ciudad, como en alguna ocasión el imaginario popular pacense ha llegado a sugerir.
Ante nuestras insistentes preguntas de por qué había criptas sin abrir, falsos fondos por explorar y retablos por datar, la amable y conocedora guía nos contestaba, una y otra vez, que era debido a la falta de fondos. Yo, con mi mente de escritor, me repetía una y otra vez «no puede ser verdad, pero qué buen truco narrativo para enganchar al visitante».
Uno tiende a pensar que la catedral tiene que saber qué hay escondido tras esas criptas y esos muros, porque semejante valor arquitectónico e histórico, en pleno siglo XXI, no puede seguir oculto bajo ninguna lógica. Puede ser así, o quizás sea simplemente que en Badajoz no tenemos ningún aprecio o respeto por nuestro patrimonio y nuestra historia.
Miguel Blanco Otano
Badajoz, febrero de 2020