"- Estos chicos se las saben todas. Míralos como se conocen a todo el barrio, qué pillos. Saben sacarle unas monedas o una sonrisa a cualquiera."
Esos chicos llevaban un rato hablando con nosotros. Deben tener 8 y 12 años, puede que sean hermanos o simplemente amigos, en todo caso: son vecinos.
En el barrio de Palermo, corazón de la ciudad de Buenos Aires, hay demasiados bares y demasiadas tiendas fuera del alcance de sus habitantes. Estos chicos parece que son parte del paisaje y uno se pregunta cómo serán sus vidas, sus casas, si comerán bien, si serán queridos por sus padres.
Al verlos hablar con los adultos y al sentir el especial cariño que nuestro amigo el gallego siente por ellos, uno se reconcilia con el barrio, sabe que hay algo que hacer, que el barrio no puede estar perdido si flota en el aire ese sentimiento de vecindad, de hermandad, de saber que aun hay gente que lucha por las calles, por las plazas como lugar de encuentro, y no como mero acceso a taxis para comprar en las boutiques más exquisitas del nuevo Palermo Hollywood.
A medida que la tarde cae y los comercios cierran, la plaza se va despoblando de esas gentes que la hacen plaza, que hacen barrio de este conjunto de casas y calles, y muchas preguntas acerca de los chicos, de sus casas y sus familias, quedan resueltas a verlos dormir apaciblemente, uno acurrucado al lado del otro, bajo un par de cartones y mantas roídas, a un lado de la plaza, frente las boutiques más exquisitas del Barrio Palermo.