martes, 15 de mayo de 2012

Tarde

[Cómo a mí me gusta pensar que pasó todo].


Ese día se levantó esperanzado, como los anteriores, aunque un poco menos. El paso de los días le iba desgastando la ilusión. Como cada mañana se dio una ducha de agua muy caliente y se sirvió un vaso de zumo mientras leía la prensa. Las noticias que él esperaba sabía que difícilmente iban a venir en los periódicos, aun así estar informado era parte esencial en su labor diaria. La salud del Rey, el fondo de rescate para Grecia, el fichaje de Mourinho por el Madrid y otras noticias copaban las páginas de su desayuno.

Hizo algunas llamadas, como se había propuesto hacer. Llevaba todo el fin de semana con la propuesta encima de la mesa y el plazo que se había dado era el lunes. Ellos no podían esperar más, y él tampoco. Quería situarse en medio de la balanza pero los mercados estaban haciendo peso de un lado sin que en la otra bandeja nadie pusiera un pie. Comenzó hablando con los miembros de su gabinete, con gente del partido y analistas expertos en movimientos sociales. Pasó después, tras el vacío de las respuestas, a hacer preguntas a otras personas menos afines a su gobierno pero que podían tener la respuesta que esperaba. Se asomó por fin a la ventana de su despacho en la Moncloa en un vano e icónico esfuerzo por encontrar algún símbolo de revolución, de pancartas. Buscaba alguien que le exigiera mano dura contra ellos. Alguien que le recordara, que le apoyara, y que le exigiera que los derechos son lo primero, que no estaba sólo en la lucha contra esos entes invisibles que llamamos mercados. Pero ni había nadie tras la ventana, ni se le esperaba. Ese lunes 10 de mayo de 2010 José Luis Rodríguez Zapatero telefoneó a Elena Salgado primero, y a Angela Merkel después y les dijo, sencillamente: - Nos rendimos.

El ejército de pancartas que él esperaba llegó un año y cinco días más tarde. Ya era demasiado tarde para aquella batalla, pero quizás no demasiado tarde para ganar la guerra.

Miguel Blanco Otano.
París, mayo de 2012.