Únicamente un suave aleteo de hojas viejas perturba el secular silencio que la biblioteca alberga en todo su espacio. Un olor viejo a cuero y madera llena el aire por el que los libros se mueven despacio, en un cuidadoso y respetuoso sigilo. Las sillas ocupadas por almas sedientas, esperando leer alguna historia que les transporte a un lugar lejano, que les conmueva o les entretenga. Esperan, muchas están ya inmersas en las páginas del libro que ha ido a caer a sus manos, pero algunas aun aguardan un libro que se pose frente a ellos.
En la galería de la segunda planta se ven desde abajo los libros más viejos, los más importantes, los que mandan, los que durante siglos han vigilado el bienestar de la sala, cuidando que todos aquellos nuevos libros supieran cómo comportarse, cómo ser leídos, cómo abrirse, cómo entregarse a un nuevo lector, cómo colocarse, dónde. Durante siglos han mantenido firme la esperanza de que esta biblioteca es de los libros, y no de las personas. Ellos han sido los protagonistas. Las estanterías de madera de roble viejo, aguardan sabiendo que tienen mucho que hacer y que decir, saben cómo funciona todo, nadie mete las manos en ellas, donde los libros tienen toda la libertad para entrar y salir, para estar o no estar, pero siempre en su sitio.
La pequeña María acababa de entrar por la puerta por primera vez y asombrada aun no era capaz de recuperar el aliento cuando un remolino de libros se agolpaba frente a ella. Cuentos de Michael Ende, libros de princesas, Caperucita roja y otros cuentos y demás libros que intentaban mostrar a la pequeña su colorido o su belleza, intentando impresionar a la pequeña lectora pasando sus páginas por el aire. Siempre es una buena noticia que un lector nuevo aparezca en la sala, pero es excelente cuando se trata de alguien tan joven.
La pequeña María había salido de casa sola para comprar unos tomates para su abuela cuando se despistó, salió de la plaza del mercado y entró en un edificio antiguo, pero nuevo para ella. La curiosidad siempre fue su punto débil, o fuerte, no sé bien. Fue dejándose llevar de un sitio a otro asombrada por las grandes paredes y columnas, por los suelos de piedra y de madera y guiada siempre por ese olor a sabiduría que impregnaba el edificio.
El remolino sólo cesó cuando un gran libro, viejo, de cuero y bastante ajado por los años apareció detrás de todos los demás. Parecía un atlas, a juzgar por el tamaño de sus páginas. No se oyó nada, pero parecía que los libros hablaban entre ellos. María vio como los libros que se arremolinaban a su alrededor volvieron a las estanterías, pero no estaban en reposo, sino que aguardaban una especie de pistoletazo de salida. Ella continuó hacia adentro y se sentó en una silla, como había leído en el cartel que debía hacer. Esperó. Y al cabo de unos segundos un libro voló como un rayo hasta la mesa que había frente a ella. Él había sido el elegido por los sabios para que la nueva lectora conociera el maravilloso mundo de las bibliotecas mágicas. Se abrió. En la primera página ponía: “Aventuras y desventuras de la pequeña María en un mundo gigante”. Y fue la primera vez que la pequeña María se sentó en la Biblioteca Mágica de Compostela.
Miguel Blanco Otano
Santiago de Compostela, marzo de 2007