Vivimos en la sociedad del éxito. Quien estudia ha de sacar las mejores notas para ir a la mejor universidad, aunque no le guste. Quien canta ha de ser un artista de éxito para entrar en los 40 principales aunque acabe por aborrecer ese tipo de música. Los que triunfen no serán felices y los que fallen tampoco. Pero el problema hoy es otro.
Este modelo al que las industrias musical y cinematográfica tanto se afanan no tiene mucha razón de ser. Por partes.
Si las obras que ellos llaman de éxito son las más vendidas o más descargadas es una cuestión meramente de que han sido las más publicitadas. Quisiera saber que éxito podrían tener sin esas campañas multimillonarias.
Por otro lado, hacer superproducciones no nos asegura tener arte de calidad. Véase que en las listas de las mejores películas y los mejores álbumes de todos los tiempos no aparecen grandes producciones sino obras que fueron valientes, originales, ingeniosas, ...
Por fin, tras muchos años y con la aparición de la red, la distribución de la música había sido arrebatada a los propulsores del modelo del éxito y por primera vez no son ellos los que deciden los canales de distribución. Eso ha permitido que empiecen a salir una ingente cantidad de nuevos grupos a escena. Y grupos muy buenos, con calidad de verdad, no la falsedad que nos han vendido siempre. Esta ausencia de poder en los canales de distribución para decidir quién suena y quién no asusta a algunos. Pero ya dije que la cultura es libre e indomable, y cuando se ve entre rejas, pierde esa fuerza vital que siempre ha tenido para transformar sociedades.